El juguete rabioso by Roberto Arlt

El juguete rabioso by Roberto Arlt

autor:Roberto Arlt [Arlt, Roberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1926-01-01T05:00:00+00:00


CAPÍTULO III

EL JUGUETE RABIOSO

DESPUÉS de lavar los platos, de cerrar las puertas y abrir los postigos, me recosté en el lecho, porque hacía frío.

Sobre la tapia, el sol enrojecía oblicuamente los ladrillos.

Mi madre cosía en otra habitación y mi hermana preparaba sus lecciones. Me dispuse a leer. Sobre una silla, junto al respaldar del lecho, tenía las siguientes obras:

«Virgen y madre» de Luis de Val, «Electrotécnica» de Bahía y el Anticristo de Nietzsche. La «Virgen y madre», cuatro volúmenes de 1800 páginas cada uno, me lo había prestado una vecina planchadora.

Ya cómodamente acostado, observé con displicencia «Virgen y madre». Evidentemente, hoy no me encontraba dispuesto a la lectura del novelón truculento y entonces decidido cogí la «Electrotécnica» y me puse a estudiar la teoría del campo magnético giratorio.

Leía despacio y con satisfacción. Pensaba, ya interiorizado de la complicada explicación acerca de las corrientes polifásicas.

—Es síntoma de una inteligencia universal poder regalarse con distintas bellezas —y los nombres de Ferranti y Siemens Halscke resonaban en mis oídos armoniosamente.

Pensaba:

—Yo también algún día podré decir ante un congreso de ingenieros:

«Sí, señores… las corrientes electromagnéticas que genera el sol, pueden ser utilizadas y condensadas». ¡Qué bárbaro, primero condensadas, después utilizadas! —diablo, ¿cómo podían condensarse las corrientes electromagnéticas del sol?

Sabía, por noticias científicas que aparecen en distintos periódicos, que Tesla, el mago de la electricidad, había ideado un condensador del rayo.

Así soñaba hasta el anochecer, cuando en la habitación contigua escuché la voz de la señora Rebeca Naidath, amiga de mi madre.

—¡Hola! ¿cómo está, frau Drodman? ¿Cómo está mi hijita?

Levanté la cabeza del libro para escuchar.

La señora Rebeca pertenecía al rito judío. Su alma era ruin, porque su cuerpo era pequeño. Caminaba como una foca y escudriñaba como un águila… Yo la detestaba por ciertas trastadas que me había hecho.

—¿Silvio no está? Tengo que hablarle. —En un santiamén estuvo en la otra habitación.

—¡Hola! ¿cómo le va, frau, qué hay de nuevo?

—¿Tú sabes mecánica?

—Claro… Algo sé. ¿No le enseñaste, mamá, la carta de Ricaldoni?

Efectivamente, Ricaldoni me había felicitado por algunas combinaciones mecánicas absurdas que yo había ideado en mis horas de vagancia.

La señora Rebeca dijo:

—Sí, ya la vi. Ya la vi. Toma —y alcanzándome un diario en cuyapágina su dedo de uña orlada de mugre señalaba un aviso, comentó:

—Mi marido me dijo que viniera y te avisara. Lee.

Con los puños en las caderas echaba el busto hacia mí. Se tocaba con un sombrerito negro, cuyas plumas desbarbadas colgaban lamentables.

Sus pupilas negras me inspeccionaban irónicamente el rostro, y a momentos, apartando una mano de la cadera, se rascaba con los dedos la encorvada nariz.

Leí:



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